“El mundo intelectual y social de las personas se está reduciendo a los límites de su mundo político”. Micah Goodman, filósofo israelí.
Espíritas
no son seres apolíticos. Al revés, basados en principios claramente expuestos
en capítulos como los de la “Ley de Sociedad”, de la “Ley del Progreso” y de la
“Ley de Justicia, Amor y Caridad”, de “El
Libro de los Espíritus”, son, o deben ser, agentes propulsores de los cambios
sociales capaces de construir sociedades justas, cuyo objetivo central es el bien
común.
Sin
embargo, por tratar fundamentalmente de la diversidad de entendimientos sobre
aspectos importantes de la vida societaria, la práctica política irrita y, no
raro, tiende a la violencia, realimentando la barbarie que es, justamente, el
opuesto de la buena política. Con razón, el estadista británico Winston
Churchill apuntó que “la política es casi tan excitante como la guerra y casi
igual de peligrosa. En la guerra solo te pueden matar una vez, pero en política
muchas veces”.
Notablemente
cuando quien detiene el poder estimula la provocación política y, en esa condición,
tendría la obligación de promover políticas de pacificación y armonía entre sus
ciudadanos, en lugar de insuflar el debate ideológico; la política se transforma
en arena donde sus gladiadores toman como combustible el odio y como punto de llegada
la destrucción del opositor.
Países de diferentes regiones del
mundo, en estas primeras décadas del Siglo XXI, experimentan esa fase aguda de
la violencia política, proveniente del extremismo ideológico y mantenida tanto
por gobernantes de derecha como de izquierda. Pueblos en cuyo seno se estimula y
se disemina el odio político ven, así, la deterioración paulatina de todo el
legado humanista, nacido de la Ilustración y de donde se originó el moderno
Estado Democrático de Derecho.
La
extremada preocupación con la “afirmación de identidades” acaba transformando
personas bienintencionadas en guerreras audaces e intolerantes en el trato con el
diferente. En nombre o en defensa de ideales políticos de contenidos axiológicamente
sustentables, cuando en el enfrentamiento democrático, se dejan involucrar por
sentimientos destructivos y se permiten expedientes que alejan cualesquiera
caminos conductores al diálogo franco en la busca de soluciones colectivas.
Ideas
políticas, por ser visiones parciales y compartimentadas de las realidades
sociales, generan pasiones, como es natural y humano. Pasiones muy semejantes a
las que nutrimos por una persona, por un deporte, por modalidades de ocio, por
un club de fútbol o por ídolos artísticos.
Las pasiones, y de modo
particular las de naturaleza política, son, como afirmó Kardec, “palancas que
duplican las fuerzas del hombre y le ayudan a cumplir las miras de la Providencia”.
Pero, añade el Maestro en el comentario a la cuestión 908 de “El Libro de los Espíritus”: “Si en lugar
de dirigirlas, el hombre se deja dirigir por ellas, cae en el exceso, y la
fuerza que en su mano podría hacer el bien se vuelve contra él y lo aplasta”. En
otras palabras: pasiones, cuando no bien administradas, matan. Sacrifican personas
e ideales. Aniquilan ideas, nobles en su origen, transformándolas en radicalismos
insanos y destructivos.
El espiritismo, en todas las etapas
de la vida, nos invita al sentido común y a la templanza. Las realidades
sociales, sean políticas, religiosas o afines, son experiencias provisorias en
las cuales el espíritu inmortal tiene la oportunidad de perfeccionar su
capacidad de convivencia y de ayuda mutua con sus compañeros de jornada.
Al espírita, pues, como a todo
ciudadano consciente de la necesidad de contribuir al perfeccionamiento de su
medio social, cabe el permanente esfuerzo en el sentido de que sus eventuales
pasiones políticas no le hagan prisionero de la intolerancia, en detrimento de
la potencial vocación a la fraternidad incondicional de que cada uno es
portador, por fuerza de una ley natural, dínamo del progreso, presente en su
consciencia.
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